La palabra ética deriva del griego ethos que se asocia con las costumbres de un pueblo, con sus leyes, con las formas en que en una comunidad se valoran las cosas, con nuestra concepción del bien y del mal. Así, la ética se relaciona con el ámbito de los valores, de las conductas, de las acciones humanas en tanto suponen el ejercicio de la voluntad y la libertad de decisión. La ética nos hace humanos, por tanto, el espacio moral se equipara con el racional. Una buena persona es aquella que hace lo que un ser humano tiene que hacer por naturaleza, pensar. Y si se piensa bien nadie cometería el mal. El mal no existe, es pura ignorancia, es ausencia del bien.
Sin embargo, la cuestión del bien se vuelve cada vez más la cuestión del mal. Inclusive, se llega a señalar que resulta necesario comprender uno para alcanzar el otro. Por eso, una de las discusiones más famosas de la ética es la polémica sobre el relativismo moral. Éste afirma que el bien y el mal son valores que no tienen un sentido único, ni objetivo, ni universal. En principio, la clave del relativismo es mostrar la dependencia de nuestras valoraciones éticas de los diferentes contextos en las que surgen, lo que puede ser catalogado como bueno para una cultura puede ser catalogado como malo en otra.
No obstante, un relativismo extremo llevaría a una posible disputa de todos contra todos, pero, un universalismo extremo (en donde solo existe el bien) siempre excluiría a una posición. Entonces, cómo resolver la polémica entre relativistas y universalistas, tal vez, el problema tenga que ver con la relación entre la ética y la razón. Son suficientes las categorías éticas tradicionales para explicar las maldades de nuestros días, sus masacres, sus miserias, etc.,o peor, no terminaron el bien y el mal siendo cómplices de las peores atrocidades.
Lamentablemente, el siglo pasado y lo que va de este han demostrado que las categorías explicativas tradicionales han sucumbido frente a la autodestrucción que el hombre hizo de sí mismo. ¿No tendremos que poder vislumbrar un horizonte más allá del bien y del mal? Hay un mal que por su radicalidad nos conecta con lo inhumano, eso que ni siquiera podríamos pensar que lo humano llegaría hacer jamás pero que, sin embargo, fue hecho. Hannah Arendtdice que uno de los rasgos del “mal radical” es hacer que los seres humanos se vuelvan superfluos, lo cual supone una estrategia de exterminio que se va consolidando poco a poco.
En primer lugar, matando a la persona jurídica que hay en el hombre. Ello lo podemos observar a lo largo de la historia cuando en una sociedad a una minoría se la priva de sus derechos civiles. Hacer a los hombres superfluos es quitarle el derecho a tener derechos. Pero lo peor es que esta privación es celebrada por las mayorías amparándose en un supuesto derecho natural que invisibilizan la exclusión. En un segundo momento se mata a la persona moral que hay en el hombre, y en un tercero, se alcanza la destrucción de toda individualidad en la fabricación planificada de cadáveres.
Es evidente que esto es inabordable desde los sistemas éticos tradicionales. Así, irrumpe la nueva categoría de la “banalidad del mal” para expresar que algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos. No se preocupan por las consecuencias de sus actos, sólo por el cumplimiento de las reglas del sistema. Es justamente en ese no pensar donde se encuentra su mayor responsabilidad, la indiferencia.
Ante la presencia del “mal radical” la ética responde con una asimetría, primero siempre está el “otro”, hay una prioridad indiscutible del “otro”, que sufre, que necesita. Debemos asumir que la primacía del “yo” no ha generado las condiciones de hospitalidad para el “otro”, sino que por el contrario todo el dispositivo de la modernidad parecería basarse en su exclusión, tal vez de lo que se trate sea de comprender que nuestra moral vigente solo cumple el objetivo de una expiación egoísta, pero el bien siempre es del “otro”. En consecuencia, se debe fundar otra ética que se constituya en la responsabilidad infinita que tengo del sufrimiento del otro.