Mediante Ley N° 30558 el Congreso de la República ha modificado el literal f del inciso 24 del artículo 2° de la Constitución Política del Estado, ampliando el plazo de detención policial por flagrancia delictiva a cuarenta y ocho horas, señalando expresamente que la detención no durará más del tiempo estrictamente necesario para la realización de las investigaciones, y estableciendo que en caso de delitos cometidos por organizaciones criminales la detención puede durar hasta quince días naturales.
De esta manera, se aprecia un nuevo recorte en el derecho fundamental a la libertad personal de los ciudadanos, pues se ha ampliado la posibilidad de su detención por veinticuatro horas más, evidenciándose que la tendencia a la prisionización en el poder punitivo del Estado continua en incesante avance, lo que es una muy clara señal de la tradición inquisitorial que resulta difícil de extirpar en nuestro sistema penal de administración de justicia.
Creemos que dicha reforma obedece a subsanar el grave vacío legislativo que generó la modificación del artículo 447° mediante el Decreto Legislativo N° 1194, el pasado 30 de agosto de 2015, que establecido que en el Proceso Inmediato al término del plazo de la detención policial establecido en el artículo 264°, el Fiscal debe solicitar al Juez de la investigación preparatoria la incoación del proceso inmediato.
El Juez, dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes al requerimiento fiscal, realiza una Audiencia única de Incoación para determinar la procedencia del proceso inmediato. La detención del imputado se mantiene hasta la realización de la Audiencia. Con dicha modificación legal se permitía sin razón ni lógica que una persona pueda estar detenida más allá de las veinticuatro horas permitidas en ese momento por la Constitución.
No obstante, esta tendencia a la prisionizacion de los ciudadanos que son procesados penalmente, la hemos observado también a fines del año 2016, con la modificación efectuada al Código Procesal Penal mediante el Decreto Legislativo N ° 1307 en torno a la duración y prolongación de la prisión preventiva. Antes de dicha modificación sólo era posible la imposición de dicha medida de coerción hasta por el plazo de dieciocho meses, sin embargo, actualmente es posible que en un proceso complejo el procesado pueda estar preso preventivamente treinta y seis meses, y en un proceso de criminalidad organizada por un plazo hasta de cuarenta y ocho meses.
El argumento que esgrimen los promotores de este tipo de medidas legislativas, que prolongan el tiempo de detención o prisión preventiva de los procesados, es la complejidad de las investigaciones, ya sea porque se tratan de varios imputados, varios delitos o que los delitos resultan complicados de indagar. En otras palabras, ante la inoperatividad e ineficacia de nuestro sistema penal de administración de justicia se prefiere afectar el derecho a la libertad personal de los procesados teniéndolos más tiempo detenidos o presos antes que invertir en mejorar las condiciones de procesamiento, es decir, en la designación de más fiscales y jueces, en la implementación de más y mejores laboratorios de investigación criminal, en la capacitación en técnicas de investigación criminal de los operadores jurídicos, en fortalecer la coordinación entre los distintos operadores mejorando los protocolos existentes, no solo con la dación de nuevos reglamentos o directivas, sino sobre todo con apoyo logístico necesario para el cumplimiento de los fines de la investigación en un plazo razonable.
La supuesta reforma de nuestro sistema procesal penal está en crisis, pues el sistema acusatorio adversarial que inspiraba dicha transformación se debilita con las continuas modificaciones que se realizan, en nuestro ya no tan nuevo Código Procesal Penal. Ello nos pone en evidencia que la tradición inquisitorial que por siglos ha guiado nuestro sistema penal de administración de justicia resulta difícil de extirpar, y que mal haríamos en construirle un nuevo ropaje al viejo sistema inquisitivo que tanto daño le ha hecho a las garantías y libertades de nuestros ciudadanos.
En definitiva, cambiar la justicia penal no es cambiar un código por otro, es mucho más que eso, es entender que se debe implementar políticas criminológicas democráticas y reactivas a la tradición inquisitorial, que puedan debilitar su actual estructura, sobre todo cultural, condicionando a su operadores a entender que la libertad de los ciudadanos no puede estar al servicio de los intereses políticos de los gobiernos de turno.